Capítulo 50: Diez minutos más tarde, Rachel volvió a encender el teléfono, aferrándose a un frágil hilo de esperanza. Recordó un viejo truco tecnológico: a veces, dejar reposar un teléfono apagado antes de reiniciarlo podía darle nueva vida. Cuando el familiar brillo de la pantalla de inicio iluminó su rostro, el alivio la inundó con tal intensidad que las lágrimas amenazaron con derramarse por sus mejillas. Sus dedos temblorosos marcaron frenéticamente el número de Brian. —¡Estoy aquí! ¡Baja! —Su voz sonó a través del altavoz, fuerte y clara. El corazón de Rachel se detuvo. —¿Dónde estás? —¡En Amberfield! —Pero… —Las palabras se le atragantaron en la garganta cuando la pantalla se sumió en la oscuridad y el teléfono exhaló su último aliento. Minutos más tarde, apretó desesperadamente el botón de encendido, pero el dispositivo permaneció obstinadamente en silencio. Guiada por la tenue luz ambiental, se dirigió con cautela y cautela hacia el escritorio de Brian. Una chispa de optimismo brilló en su mente: seguro que él guardaba un cargador en algún lugar. Después de rebuscar en todos los cajones, su persistencia finalmente dio sus frutos. La visión del cable de carga casi la hizo llorar de alivio. Su alegría se evaporó en el instante en que conectó el cargador. La cruel realidad se abatió sobre ella: la electricidad del edificio se cortaba automáticamente a partir de las 10 de la noche, un protocolo de seguridad implementado después de que un peligroso incendio eléctrico amenazara las instalaciones. Toda la estructura se erigía ahora como una fortaleza sin electricidad en plena noche. El peso de esta revelación aplastó su espíritu. Lo que le hirió aún más fue comprender de repente el significado de la breve llamada. La subasta se celebraba en Amberfield, un detalle que Brian no había especificado. Las piezas encajaron con devastadora claridad: ella y Brian estaban ahora en ciudades diferentes. Envuelta en la oscuridad sofocante, Rachel sintió que la esperanza se le escapaba como el agua entre los dedos. Su profundo miedo a la oscuridad se apoderó de su conciencia, pero esa noche no había escapatoria. Tendría que soportar sola las largas y oscuras horas. No vendría nadie a rescatarla. Mientras tanto, Brian miraba frustrado su teléfono, ya que sus repetidas llamadas solo obtenían la respuesta hueca del buzón de voz de Rachel. —Ronald, ve a averiguar qué está pasando —ordenó, con evidente tensión en su voz. Cinco minutos más tarde, Ronald regresó con un aire claramente inquieto. —Señor, ha habido un malentendido. La señorita Marsh ha vuelto hoy. Brian casi pensó que había oído mal. —¿Ha vuelto? Pero en cuanto pronunció las palabras, todo encajó. No había mencionado explícitamente dónde se celebraba la subasta. Rachel debía de haber dado por hecho que era en su ciudad natal y había vuelto allí para buscarlo. Lo que debería haber sido una simple conversación se había convertido en un desastre. —Da la vuelta. Volvemos —ordenó Brian sin dudarlo. No perdió tiempo en organizar un jet privado. Aun así, el viaje de vuelta a casa llevaría más de dos horas. En cuanto llegó, Brian irrumpió en la casa sin dudarlo. Pero después de registrar cada centímetro de la casa, revisando el dormitorio, el estudio e incluso el pequeño balcón, se dio cuenta de que Rachel no estaba allí. Apretó el teléfono con fuerza y marcó inmediatamente el número de Ronald. —No está en casa —dijo Brian con voz entrecortada por la urgencia—. Comprueba si se ha registrado en algún hotel. La investigación posterior de Ronald no dio ningún resultado: Rachel no se había registrado en ningún hotel de la ciudad. Brian frunció el ceño. —No tiene sentido. Cuanto más tiempo pasaba sin aparecer, más crecía su inquietud. Sentía un nudo en el estómago. Algo no iba bien. —Sigue buscando —ordenó—. No me importa si tienes que peinar todas las calles, ¡encuéntrala! Rachel había prometido volver para la subasta. No habría desaparecido sin motivo. Solo había una explicación: le había pasado algo. Pero, a pesar de la exhaustiva búsqueda de Ronald, Rachel no aparecía por ninguna parte. Brian llamó una y otra vez, pero todos sus intentos fueron respondidos con el mismo silencio frustrante. Envió un mensaje tras otro, pero ninguno obtuvo respuesta. En su desesperación, sus dedos se movieron torpemente por la pantalla y, por accidente, tocó el perfil de Facebook de Rachel. Apareció una publicación reciente. ¿Fuegos artificiales? Entrecerró los ojos mientras examinaba el fondo. El reflejo en los ventanales que iban del suelo al techo… Conocía esa vista. Su oficina. Sin perder un segundo, Brian bajó corriendo las escaleras, se subió al coche y se dirigió a toda velocidad hacia la empresa. Cuando llegó, ya era bien pasada la medianoche. El aire era gélido y se colaba por todas las rendijas, y Rachel temblaba violentamente. Estaba acurrucada en el sofá de la oficina, con el cuerpo rígido y los dedos de las manos y los pies entumecidos por el frío implacable. Sabía que la oficina de Brian tenía una zona de descanso privada, un espacio que ofrecía calor y comodidad, pero solo él podía abrir la puerta con su huella dactilar. No tenía forma de entrar. Abrazándose a sí misma, intentó tararear suavemente, en un intento desesperado por distraerse del frío insoportable. No funcionó. Su cuerpo no dejaba de temblar y sus dientes castañeteaban sin control. Envuelta en el silencio sofocante de la habitación completamente a oscuras, una desesperación familiar se apoderó de ella. Una lágrima resbaló por su mejilla, helada al recorrer su piel. —Brian… —murmuró, con una voz apenas audible. «Brian…», volvió a llamar, con una palabra que encontenía años de confianza y dependencia. Reflexionó sobre cómo Brian siempre había sido su faro de esperanza en los momentos de desesperación, cómo su presencia se había convertido en su consuelo instintivo. Pero tan pronto como habló, la verdad se abatió sobre ella. Brian estaba en Amberfield. Por mucho que lo deseara, por mucho que anhelara desesperadamente que apareciera de repente, era imposible. —Brian… —susurró por última vez, acurrucándose aún más. Entonces, de la nada, un ruido rompió el silencio. Un ritmo lento y constante, cada vez más fuerte, más cercano. Se le cortó la respiración. A esas horas, ¿quién podía ser? Su mente se sumió en el pánico. Las historias horribles que había leído pasaron por su cabeza. Apretó los puños y sintió que el pulso le latía con fuerza contra las costillas. Rachel contuvo la respiración, con el cuerpo paralizado por el miedo en el sofá. La puerta se abrió con un chirrido y un haz de luz cortó la oscuridad, haciéndole arder los ojos. Justo cuando un grito se formaba en su garganta, vislumbró la figura en la puerta. ¡Era Brian! Su mente se negaba a aceptar aquella imagen imposible, convencida de que debía de ser una alucinación. Mientras se frotaba los ojos incrédula, unos brazos cálidos la envolvieron y una voz familiar le susurró: «Tonta, soy yo». Esas simples palabras la dejaron paralizada por la conmoción, suspendida en su abrazo durante lo que le pareció una eternidad, antes de que la realidad finalmente penetrara en su aturdimiento. La emoción superó sus defensas y las lágrimas brotaron incontrolablemente. «¡Brian, por fin estás aquí! ¿Tienes idea de lo asustada que estaba? Estaba tan aterrorizada que ni siquiera me atrevía a respirar». Golpeó su pecho con la voz entrecortada. «¡Todo es culpa tuya! ¡No me dijiste dónde era la subasta! ¡He corrido por todas partes para nada!». Brian sabía que tenía razón. Sabía que era culpa suya. También sabía lo mucho que había sufrido ella por ello. Así que no dijo nada. Simplemente la abrazó, dejándola descargar toda su frustración, miedo y agotamiento. Solo cuando sus sollozos se calmaron, habló por fin, con voz baja y suave. —Es culpa mía —admitió—. Cuando lleguemos a casa, puedes castigarme como quieras, ¿de acuerdo?